Arden los ojos ante el destello del
jardín cárdeno del cuerpo,
el chasquido del silabeo, la luna del
alfabeto en la claridad
de la alberca: todo es fuego en el hangar
de la piel, fuego
el encaje que bordea el sexo, la nieve
del rescoldo ardiendo
en la brasa del tacto; rojo aferrado a la
roca de la alegoría,
horas de dientes en desbandada, en el
pasmo de cada página
de los poros.
El
rostro real se pierde en el desplome del taburete
de la saliva en medio de las ingles;
en cada poro las manos cosechan la lluvia
derretida
del seno deshojado hasta el tobillo.
En
la ansiedad,
rompemos las dos sombras deshiladas por
el zorzal del firmamento;
nunca fue tan grande el tacto en el
vientre, el encierro pródigo
de la fogata, el escanciado pubis en la
porfía, la voz quemándose
en la diadema de la caricia; estoy
sediento del vaivén de la hondura,
del vuelo dentro del nido infatigable:
el ojo siente el grito que lo amarra, los
labios divididos flotan
en el surco.
Este fuego es así cuando en declive te
penetro,
cuando la colina consume mi pabilo; ay,
este panal derretido
en el vuelo, audaz acantilado de la
hoguera.
Cada beso quema la corteza de lo íntimo:
—mi pecho, tu pecho,
dos fuegos que hacen vértigo al mediodía.
Cada vez que el báculo de la sed arde,
el
torrente de la carne quisiera eternizarse
como el polen permanente del desvelo.
Arde cada pétalo de tus encajes;
calla el frío para darle paso a la flama
encandilada
del ardimiento. Se cruza el vuelo en la
gloria del orgasmo.
Estalla el invierno en cada hostia de los
senos, los cuerpos
consumen la desnudez plena, el nudo de la
voz en cada gota
de fuego, el ciego derroche de empujar el
vuelo con el báculo
erecto del espejo.
La
sábana es incierta cuando se renueva el vuelo,
el reloj pierde su horizonte, porque la
agonía no admite tiempo,
ni altar para santiguarse. Después,
contritos,
dejamos sosegar la entraña para que el
ala se aquiete:
dulzura del beso sosegado, panal y vela
en el horizonte.
Después, quizá, el recuerdo del fuego, la
batalla ganada,
el apego a ese río que alimenta la
hoguera; después,
el aliento en la memoria, duelo cotidiano
de la ráfaga,
imposible de amedrentar, imposible de no
ser siempre fuego y jadeo,
aguas buceadas a corazón abierto,
incendio del mechero sobre el regadío, humanos
coágulos
del desmayo.
Después, siempre herido el costado del
ensimismamiento,
y es en ese mismo instante cuando me doy
cuenta que
TE
AMO…
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